26 mar 2011

EL SACERDOCIO, en la experiencia de Pavel Florenski.



“El acto de la imposición de las manos me ha asombrado, me ha golpeado hasta hacerme sudar, me ha hecho casi perder conciencia de todo aquello que pasaba a mi alrededor”.

De joven, Floreski no tuvo la posibilidad de acercarse al sacerdote de su país. En efecto, la única “religion” a la cual se introdujo por sus padres era su misma familia, dentro de la cual había un único “sacerdote”: su padre, siervo amante del “paraíso” familiar sin Dios. Sin embargo le basto observar de lejos aquel desconocido hombre de Iglesia que, después de la liturgia, distribuía el pan bendito, para ser invadido de un sagrado temor e irresistible curiosidad.

Cuando, después de un largo periodo de búsqueda interior, Florenski, ya profesor de filosofía en la academia Teológica, decide hacerse sacerdote, la reacción de los suyos fue negativa. Pero con su elección había restaurado la antigua tradición de la familia paterna, que en el pasado había dado la iglesia ortodoxa muchos sacerdotes, en la diócesis de Kostroma. También por este motivo vivió su ordenación, celebrada el 24 de abril de 1911, como un retorno a la “tierra nativa”. Recordando aquel día, el neo sacerdote escribirá a Rozanov: “un mundo interior inexpresable, inefable, incomprensible a mí mismo me ha inundado el alma, el corazón, el cuerpo. Exteriormente es todo como antes: me irrito, me enojo, estaba descontento. Pero en la profundidad de mi alma es como si este evento, este logro, su finalidad ha anidado y ahora está madurando en una nueva vida. Siento estar de vuelta a mis raíces.”

Florenski no ejerció su ministerio en parroquia. Lo que le atrajo del sacerdocio era otra cosa: vivir, en la celebración del culto, la experiencia extraordinaria del encuentro entre “dos mundos”; de pie en el altar y allí, como el centro de un potente vértice, asistir al descenso real de Dios al mundo y, juntos, el real arrebatamiento de la realidad visible a su idea: El cielo. “Es como si los elementos de la realidad sensible fueran destruidos por el torbellino que cayó sobre él, doblado por una fuerza incomprensible, desmembrado y recompuesto para ser reunificado en nuevos signos todavía indescifrables, nunca antes vistos, del mundo del misterio”, dijo un día a sus alumnos. No sabía que unos pocos años después, a causa de la persecución de los ministros de la Iglesia, no podrá celebrar más la divina liturgia. El hecho es, sin embargo, que nunca estará alejado de la mística del alma sacerdotal, que era convertida ahora como el “centro espiritual de su personalidad, el sol que iluminara todos sus dotes” (Bulgakov) y que le permitirá orientarse en las pruebas difíciles de la vida.


La Nuova Europa